sábado, 19 de mayo de 2018

El pequeño Oliver


La guerra de 1880 hizo que muchos hombres tuvieran que abandonar sus hogares. En un pueblo de Londres un niño muy pequeño fue dejado por su madre en la puerta de un orfanato porque no tenía recursos para mantenerlo.

Así empezó la miserable vida de Oliver Twist. Vivió ocho años en esa, “casa”.  Parecía un buen lugar al principio, pero luego se convirtió en una cárcel para el pobre chico. Con casi diez años de edad no sólo había sufrido maltratos, sino que nunca había recibido la alimentación que un niño de su edad requería. También lo obligaban a limpiar diariamente cada piso de las habitaciones del horrible lugar donde vivía.  No tenía amigos ni compañeros de cuarto ya que él, solo por el desprecio de los dueños del orfanato, habitaba en un altillo al final de la torre. El joven no comía; con suerte, podía llegar a rescatar alguna de las sobras de los platos que le hacían limpiar. Oliver, con la esperanza de que algo sucedería, hizo algo de lo que jamás se arrepintió.

Una mañana fría de invierno, el niño, que ya desde temprano había estado haciendo los deberes en el orfanato, tuvo una magnífica idea: escaparse de ese horrible lugar. Ya a las nueve en punto, todos estaban dormidos en la ciudad y esta era su oportunidad perfecta para ser libre, aunque no le iba a ser fácil hacerlo ya que lo encerraban en su cuarto con llave todas las noches. Mientras buscaba una manera para escabullirse de ese lugar, recordó que el altillo tenía una diminuta ventana redonda por donde él tomaba aire fresco cuando terminaba temprano sus tareas. Ésta ventana era su única opción. Pero tenía unos dos metros de altura, lo cual no era conveniente para él, dado que estaba muy desnutrido y podía romperse parte de sus huesos. Pero, aun así, era inteligente y con las pocas frazadas que tenía para cubrirse al dormir hizo una soga atando nudo con nudo. Así, ya preparado para la huida, vestido con lo único que llevaba puesto desde que había llegado ( una chaqueta de cuero, que ya casi no le entraba y unas bermudas), agarro su botón de la suerte, el único objeto que tenía para entretenerse, y se lanzó al vacío con el menor ruido posible.

Una vez abajo, Oliver no podía creer lo que estaba sucediendo: besó el suelo con su boca y dio marcha al rumbo de su nueva y desconocida vida. Caminaba contento por las calles de piedra y barro, solo en el medio de la noche, con los puestos de comida de pan cerrados. Tanta felicidad era extraordinaria y llenaba la cara ojerosa del chico.
 Pero a pesar de todo Oliver se hacía algunas preguntas como dónde iba a pasar la noche sin que lo descubrieran. Tenía que ir lo más lejos posible sin dejar huellas. El niño caminaba por un callejón arrastrando sus pies contra el suelo como el cansancio lo consumía, decidió descansar en la entrada de una adorable casa. Oliver, ya sentado contra la puerta azul de este acogedor lugar, se quedó dormido mientras pensaba cómo sería su vida fuera de ese orfanato.

Los ruidos de la ciudad lo despertaron. Muchos hombres y mujeres iban y venían, mientras los niños se entretenían mirando a músicos y acróbatas que caminaban por las calles de pierda. El joven tenía hambre, su estómago hacía ruido y le dolía. El olor del pan recién hecho lo llevó hacia el lugar de donde provenía el aroma y ahí, sin que nadie lo viera, robó por primera vez.

Salió corriendo y se sentó en un rincón a saborear el pan recién horneado. Concentrado en comer, no se dio cuenta de que un hombre alto y robusto lo había seguido hasta allí.
Sintió la mano en su hombro y se asustó. No quería volver al orfanato, todo iba ser peor ahora que además había robado. Intentó escaparse y no pudo, se puso a llorar muy fuerte y entre lágrimas pudo ver los ojos de aquel hombre.

De repente, una imagen vino a su memoria, esos mismos ojos y esos mismos brazos lo abrazaban en la puerta de una humilde casa.  Su padre había regresado.

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